"Dios se asomó entonces, ubicó al hombre que trabajaba, miró por encima de sus hombros, por sobre sus manos que escuchaban a lo largo de la piedra, y de pronto sintió miedo: ¿tendría un alma también la piedra? Y he aquí que sus manos se despertaron, y palparon la piedra como una tumba, en la que débilmente sonara una voz moribunda.
-Miguel Angel! - exclamó Dios, angustiado, -¿Quién está dentro de la piedra?
Miguel Angel prestó oídos; temblaron sus manos, y luego contestó con voz sorda: -Tú, Dios mío ¿Quién otro podría ser? Pero no puedo llegar hasta ti.
Y Dios comprendió, entonces, que él estaba también en la piedra, y se sintió inquieto y constreñido. Todo el cielo no era más que una piedra única, en cuyo centro estaba encerrado Dios, es espera de que las manos de Miguel Angel lo libertaran, sintiéndolas venir, pero muy lejanas.
El maestro, sin embargo, se hallaba de nuevo encorvado sobre su obra. No dejaba de pensar: "Eres un pequeño bloque, y nadie más que yo podría encontrar penosamente un hombre en medio de ti. Pero, yo advierto aquí un hombre: el de José de Arimatea, ahí se inclina María; yo siento sus manos temblorosas, soportando a Jesús, Nuestro Señor, muerto en la Cruz. ¿cómo no haré yo surgir a toda una raza dormida, de una roca?"
Con fuertes golpes, Miguel Angel libertó a las tres figuras de "La Pietá", pero no apartó enseguida los velos de piedra de sus rostros, como si temiera que la profunda tristeza de ellos se contagiara a sus manos y las paralizara. Fuese en busca de otra piedra. Pero en cada ocasión renunciaba a transmitir a una frente su claridad plena, a unas espaldas su más pura curvatura; y cuando formaba a una mujer, no dibujaba su sonrisa final en torno a su boca, para no traicionar de pronto su belleza."
Historias del Buen Dios - Rainer Maria Rilque
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