lunes, 23 de julio de 2012

travesuras e inocencia

"-Ven acá- me invitó vivamente, decidida a poner en ejecución la idea más disparatada que se le hubiera ocurrido en aquel momento- ven, y siéntate en mi falda.
-Huy, en su falda! -rechacé, volviéndome.
Ya he dicho cómo empezaban a molestarme los privilegios de la infancia, de que me sentía formalmente avergonzado, pero esta señora había excedido a todas en su broma, y yo, que siempre fui un muchacho vergonzoso y encogido, desde hacía algún tiempo manifestaba una especial timidez con las mujeres.
-Pues sí, en mi falda. ¿Porqué no quieres sentarte en mi falda? insistió. Y se hechó a reír. Dios sabe de qué, quizá de su antojo, quizá de mi confusión, pero tan a gusto, que ya no podía contener la risa. Es lo que ella deseaba.
Me puse encarnado y, en mi aturdimiento, volví la cabeza buscando la huida, pero viendo mi intención, me cogió de la mano para impedir que me apartase, tirando con fuerza hacia ella, y de pronto, sin que yo me lo pudiera esperar, y con gran sorpresa de mi parte, me la oprimió entre sus tibios y traviesos dedos y se puso a pellizcarme los míos hasta hacerme daño, tanto, que yo debía realizar grandes esfuerzos para no gritar, haciendo las más grotescas muecas en mi lucha contra el dolor. El hecho de que hubieran señoras tan ridículas y malignas, que decían tonterías a los chicos y hasta les pellizcaban los dedos sin ninguna razón que lo justificara, me dejó estupefacto, perplejo y consternado. Sin duda se reflejaría en mi rostro el terrible efecto que aquello me produjo, porque la diabólica hembra se rió mirándome como una loca, mientras me pellizcaba con más fuerza. Experimentaba la mayor delicia cometiendo la diablura que llenaba de confusión  y ponía en apuro a un pobre chico. Mi situación era desesperada. Me moría de vergüenza viendo que la gente se volvía a nosotros, con expresión admirativa, unos, y otros riendo, como esperando la nueva travesura con que ella iba a divertirles. Deseaba con toda mi alma lanzar un grito, ya que ella me estaba retorciendo los dedos con furia, precisamente porque no lo lanzaba, pero, como un espartano, decidí aguantarme, temiendo el alboroto que se formaría allí si gritase. No sabiendo qué partido tomar, empecé a luchar con todas mis fuerzas para arrancarme de su mano, pero mi adversaria era más fuerte. Por fin no pude aguantar más y lancé un chillido. Como si no esperase otra cosa, me dejó y se volvió como si nada hubiese pasado, como si nada tuviese ella que ver con esa travesura, exactamente que algunos chiquillos de la escuela, que al volver el maestro la espalda se permiten una jugarreta con el vecino, dándole un pellizcón, un simple capirotazo, o un codazo, y al instante, se vuelven y, de narices sobre el libro, simulan estar muy enfrascados en el estudio de una lección, poniendo en ridículo al maestro que al oir la queja desciende enfurecido de la tarima."

Un pequeño héroe - Fedor Dostoievski

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