"Avanzamos unos pasos más, sentimos que abrían una puerta y nos detuvimos con la sensación de que ibamos a ser enterrados vivos; no nos distinguíamos ya y empezábamos a experimentar desagrado al rozarnos unos con otros. Nos empujaron de nuevo y entramos más en las oscuridad, dándonos cuenta, por el ruido de una puerta que se cerraba, de que estábamos ya en la tumba, cloaca o calabozo que se nos tenía reservado y cuyo tamaño y forma estaban también hundidos en la sombra. Nos quedamos de pie en silencio, sintiéndonos definitivamente extraños entre nosotros; no había ya rostros, no había ya cuerpos, no había ya voces; el silencio la oscuridad nos separaban y anulaban, nos perdíamos unos para otros y al perdernos nos desconocíamos. Por lo demás, el hombre que rozaba nuestro brazo o aquel cuya espalda sentíamos contra nuestro hombro ¿había venido con nosotros o estaba allí antes de nuestra llegada? Si estaba ya, ¿quién era?
Durante largo rato permanecí en el sitio en que quedara al cerrarse la puerta; pero no podía estar así toda la noche; era preciso encontrar por lo menos un muro en qué afirmarme. ¿Dónde estaban los muros? Intenté penetrar la oscuridad y me fue imposible. Me parecía, en ciertos momentos, que no existían muros sino rejas, exclusivamente rejas, como en una jaula para animales; en otros, que el calabozo estaba dividido por algo como oscuros velos, inútilmente delgados. Cerré los ojos y cuando los abrí percibí ciertos resplandores muy tenues, que flotaban en el aire y que se desplazaban con lentitud, desvaneciéndose y reapareciendo; cerré de nuevo los ojos, y mientras los mantenía cerrados me di cuenta de que los resplandores continuaban apareciendo y desapareciendo: se producían en mis ojos. Aquello me convenció de la inutilidad de mis esfuerzos y decidí avanzar hacia donde fuese; dí un paso hacia la derecha y mi pié tropezó con algo que se encogió con rapidez."
Hijo de ladrón - Manuel Rojas
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.