domingo, 28 de octubre de 2012

el arte de aparentar


Pero pasó un año y despertamos. Descubrimos que ya no vivíamos en el cuarto de los niños, sino que éramos inquilinos de un edificio para adultos en el que si una puerta no se abría del todo era preciso repararla cuanto antes. Nuestra relación era precisamente esa puerta que no se podía abrir más que hasta cierto punto, por lo que, sin duda, tendría que ser reparada tarde o temprano. Además, tampoco cabía olvidar que los adultos no soportan los monótonos juegos que hacen delicias de los niños. Aquellos numerosos encuentros que examinamos con detenimiento, uno a uno, no eran más que realidades vaciadas en el mismo molde, como una baraja de naipes en la que cada naipe coincide al milímetro con el perímetro de cualquier otro naipe de la baraja.
Además, de aquella relación extraía yo arteramente un placer inmoral que sólo yo podía comprender. Mi inmoralidad era sutil, e incluso superaba los ordinarios vicios de nuestro mundo. Era como un exquisito veneno, era pura corrupción. Como la inmoralidad constituía la mismísima base y el primer principio de mi manera de ser, percibía un aroma de pecado secreto, verdaderamente corrupto en mi virtuoso comportamiento, en mi impecable relación con una mujer, en mi honorable conducta, en ser considerado hombre de altos principios.

Habíamos extendido nuestros brazos al frente, cada uno hacia el otro, y nuestras manos conjuntamente sostenían algo, pero aquello que sosteníamos era como un gas que sólo existe cuando se cree en su existencia y que deja de existir cuando existen dudas. Al principio, la tarea de sostenerlo parece fácil, pero llega el momento que exige cálculos muy refinados y de gran habilidad. Había yo conseguido que una artificial “normalidad” se aposentara en el espacio entre nuestras manos, y había inducido a Sonoko a tomar parte en la peligrosa operación de intentar sustentar un quimérico “amor” momento a momento. Parecía que Sonoko hubiera llegado a participar en aquel juego sin darse cuenta de ello. Esa inconciencia por parte de Sonoko, constituía la única razón por la cual su colaboración era tan eficaz.

Confesiones de una máscara - Yukio Mishima

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