Pero pasó un año y despertamos. Descubrimos que ya no
vivíamos en el cuarto de los niños, sino que éramos inquilinos de un edificio
para adultos en el que si una puerta no se abría del todo era preciso repararla
cuanto antes. Nuestra relación era precisamente esa puerta que no se podía
abrir más que hasta cierto punto, por lo que, sin duda, tendría que ser
reparada tarde o temprano. Además, tampoco cabía olvidar que los adultos no
soportan los monótonos juegos que hacen delicias de los niños. Aquellos
numerosos encuentros que examinamos con detenimiento, uno a uno, no eran más
que realidades vaciadas en el mismo molde, como una baraja de naipes en la que
cada naipe coincide al milímetro con el perímetro de cualquier otro naipe de la
baraja.
Además, de aquella relación extraía yo arteramente un
placer inmoral que sólo yo podía comprender. Mi inmoralidad era sutil, e
incluso superaba los ordinarios vicios de nuestro mundo. Era como un exquisito
veneno, era pura corrupción. Como la inmoralidad constituía la mismísima base y
el primer principio de mi manera de ser, percibía un aroma de pecado secreto,
verdaderamente corrupto en mi virtuoso comportamiento, en mi impecable relación
con una mujer, en mi honorable conducta, en ser considerado hombre de altos
principios.
Habíamos
extendido nuestros brazos al frente, cada uno hacia el otro, y nuestras manos
conjuntamente sostenían algo, pero aquello que sosteníamos era como un gas que
sólo existe cuando se cree en su existencia y que deja de existir cuando
existen dudas. Al principio, la tarea de sostenerlo parece fácil, pero llega el
momento que exige cálculos muy refinados y de gran habilidad. Había yo
conseguido que una artificial “normalidad” se aposentara en el espacio entre
nuestras manos, y había inducido a Sonoko a tomar parte en la peligrosa
operación de intentar sustentar un quimérico “amor” momento a momento. Parecía
que Sonoko hubiera llegado a participar en aquel juego sin darse cuenta de
ello. Esa inconciencia por parte de Sonoko, constituía la única razón por la
cual su colaboración era tan eficaz.
Confesiones de una máscara - Yukio Mishima
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